sábado, 8 de octubre de 2011

Piano

Al final del pasillo se escuchaban las notas de un piano que no cesaba en su música.

Los cuadros llenaban las paredes, la moqueta cubría el suelo de láminas de madera, protegiéndolo del tiempo y de las cicatrices.
El viejo pianista tocaba con sus viejas manos el viejo piano. Las viejas teclas de marfil, amarillentas por el paso del tiempo, aún sonaban como el primer día. Nota tras nota retumbaba en toda la estancia haciendo la esencia de aquel lugar un poco menos dura. Un poco menos pesada.
La ligereza del sonido viajaba por todas las partículas de aire que vivía dentro de aquella habitación; las notas olvidadas fallaban entre tecla y tecla y las cuerdas, golpeadas, ya no eran las mismas.
Pero seguía siendo el mismo sentimiento. Era la misma alma la que tocaba día tras día hasta caer exhausto sobre la cama y soñaba, soñaba que aquel piano volvía su ser, soñaba que su piel volvía a ser tersa, como la de un niño.
Entonces despertaba y recordaba lo que un día fue, el mejor pianista del mundo, ahora olvidado en una vieja mansión alejada de toda civilización. Recordaba los aplausos, el calor, las salas abarrotadas...lo recordaba, pero jamás lo recordó feliz pues no es más feliz el que más tiene sino el que es feliz con poco.
Nunca tocó aquellas teclas por dinero, era su musa, la más bella musa jamás nacida. La musa de tez blanca y cabellos rojizos lo miraba actuación tras actuación con sus ojos verdes para infundirle la seguridad necesaria para salir y deleitar al mundo con sus notas.

Esa musa fue la que se lo llevó. Esa musa fue la que acalló aquel piano, la que le dio la vida eterna. Aquella musa le concedió el deseo de volver a ser joven y vivir la eternidad junto a ella.
La música era su vida y el piano, la musa materializada en arte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Mancha de pintura