viernes, 7 de octubre de 2011

Campanadas

Sobre las cristalinas aguas de un pequeño lago, su cuerpo flotaba.
Las estrellas se acicalaban en el reflejo de éste y acariciaban con su tenue luz la piel blanca de aquella que viajaba a través de sus pensamientos, por el tiempo y por el alma.
A través de un muro de plata que escondía sus más sinceras palabras al mundo, ella callaba con sus labios cosidos pues su mirada era el único modo de comunicarse.
Sus ojos pedían auxilio, socorro, una mano que la sacara de aquella gélida agua y la curase con un simple abrazo, una caricia o un beso en los labios. Una persona que le devolviese el calor y las ganas de vivir, que le diera una razón por la cual día tras día ir quitándose los puntos de sus labios y poco a poco ir recuperando el alma.

La catarata que llenaba el lago no cesaba en su rezo y el murmullo del agua hizo que ella se durmiera entre sus ropas mojadas. Su vestido de gasa flotaba por el agua como si de su pelo se tratase y su piel, ahora morada, había dejado paso a las cicatrices.
La luna lloró, dejó caer una lágrima sobre la tierra y entre sus plateados rayos acogió a aquella chica con rasgos de muñeca para que durmiese eternamente en el cielo nocturno junto a sus hermanas estrellas.

Y de repente, como si estuviese planeado, la lluvia comenzó a mojar todo el suelo del bosque, las niebla se intensificó, los relámpagos iluminaban la triste y oscura noche y a lo lejos, el campanario anunciaba otra muerte más. Otro corazón rasgado, parado, olvidado. Mal de amores. Mal de un cuerpo que no ha soportado el paso de los días, que ha rechazado la soledad.
Mas ella ahora sonríe feliz por formar parte de tan increíble espectáculo y cada noche, junto a su madre luna, ilumina el cielo por el que muchos suspiran día tras día.

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