sábado, 10 de septiembre de 2011

Ella

Era de noche. Noche cerrada.
Se encontraba ella perdida, con los ojos llenos de lágrimas, con la única esperanza de salir de aquel inmenso bosque.
La luna se dejaba ver tímidamente entre las copas de los árboles. Iluminaba más bien poco, pero a ella le bastaba para poder seguir caminando en línea recta, o eso pensaba.
Su ropa estaba hecha jirones, sus pantalones rotos, sus zapatillas empapadas, su camiseta roja sucia, sudada y rota. ¿Qué más le quedaba? Una imagen, un recuerdo.

Su aliento era escaso, se olvidaba de respirar y su corazón, de latir. Sus pulmones hiperventilaban oxígeno para poder dar un paso más hacia la salida, pero no llegaba, sus ojos no veían más allá e sus manos, sus manos no conseguían tocar nada, la luz era tenue, escasa. Y ella se mareaba.
Se desplomó en el suelo del bosque, entre hojas, malezas y piedras. Éstas rasgaron su piel y la hicieron sangrar. Su corazón se rompió. Mil pedazos de un corazón de cristal quedaron esparcidos por el suelo de aquel oscuro bosque.
Pero no sangró, no lloró, no derramó ni una sola lágrima.

Nadie la buscó nunca, nadie la encontró nunca, nadie preguntó por ella.

La pequeña allí terminó su vida, alzándose entre las ramas de los árboles más alto, haciéndose estrella, guiando los pasos de los perdidos en el bosque. Guiando los recuerdos a los corazones pertinentes. Guiando mis te quieros a tu oído, mis sonrisas a tu alma y mis palabras por tu cuerpo.

Ella murió porque yo hoy pudiese suspirar el amor que no ha llegado. Ella soy yo. Y mi corazón, el que late a destiempo.

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Mancha de pintura