martes, 8 de mayo de 2012

Country

Su sonrisa torcida se apagaba más mientras tocaba su guitarra acústica.
Su pelo rubio y ondulado se movía al ritmo de su brazo derecho, que creaba ritmos tocando las cuerdas. Sus labios se movían para que los sonidos de su dulce voz saliesen al mundo y deleitasen al resto de personas.

Pero estaba ella sola, sentada en su cama, esperando el tiempo. Miraba al infinito de su suelo de madera y tocaba y cantaba. Sus tatuajes estaban al descubierto, sus vaqueros rotos, su camiseta dos tallas más grandes y su voz.
No sabía a qué cantaba, las palabras no estaban en su cabeza, estaban en su alma. Quizás a un mundo que gira, quizás a un corazón roto, quizás a un amor perdido, o a una persona que no existe.
Sus dedos se movían por el mástil, pulsando las cuerdas, que, al hacerlo, producían sonidos nuevos y distintos, pero siempre con la misma entonación en su guitarra y en su voz.
Bendita la voz que le dieron al nacer, que estaba enamorando al silencio y a la noche. Bendito el momento en el que su voz salió al mundo y sus palabras se convirtieron en canción. Ella, con sus tatuajes y su tez blanca; ella, con lo dulce de su alma y lo fuerte de su corazón, cantaba una canción desconocida que se perdía en los silencios de su guitarra y en sus lágrimas furtivas que la atacaban cuando callaba.

Pero el acorde final la liberó de todo dolor. Una sonrisa cruzó sus labios y un amor llegó a su corazón con un beso y otra canción.

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Mancha de pintura